Por LUIS JORGE GAMBOA OLEA

La omisión en aplicar la ley provoca daños mayúsculos a la sociedad. El artículo 17 de la Constitución prohíbe ejercer la justicia de mano propia; entonces, cómo es que han surgido tantos actos de barbarie como los linchamientos, que no solo se arriesgan a que los delincuentes les respondan, como también ha sucedido, sino a que los propios encargados de ejercer la ley les busquen, los encuentren y los sancionen, como debiera de ser.

Y no solo nos referimos a los casos en donde un personaje anónimo saca de entre sus ropas o pertenencias un arma y ejecuta a los delincuentes que instantes antes despojaron de sus pertenencias a los usuarios de algún transporte público.

No, nos referimos también a esa turba sin nombre, sin rostro, sin dirección, que de pronto decide tomar la justicia en sus manos y arremete contra presuntos delincuentes sorprendidos en el momento del delito.

Los linchamientos son actos ilícitos, que constituyen una de las expresiones más graves de la crisis que en materia de inseguridad, violencia e impunidad enfrenta nuestro país, donde como consecuencia de la desconfianza y lejanía de la sociedad respecto de las autoridades, la falta reiterada de cumplimiento y aplicación de la ley, así como la incapacidad de las distintas instancias de gobierno para generar condiciones que permitan la convivencia pacífica entre las personas, se canaliza o dirige el hartazgo e impotencia de estas últimas, ante una realidad que las vulnera y lastima, para que incurran en acciones violentas en contra de aquellos que consideran o suponen, cometen delitos o atentan en su contra o de la comunidad a la que pertenecen.

Así es el México profundo, es capaz de hacer una fiesta de una tragedia. Sin embargo, este tema se conoce como “justicia por propia mano”.

Esto nos lleva a un debate histórico donde el derecho y la legitimidad se contradicen. Desde el punto de vista legal, la violencia es un instrumento de control social exclusivo del Estado.

Por el contrario, desde la perspectiva política y social, la violencia se legitima cuando la ley es injusta; como en el caso de las revoluciones que se revelan contra la tiranía, esto es el derecho a la rebelión y, sin él, no existiría el mundo como lo conocemos, seguiríamos siendo gobernados por una monarquía absolutista.

Por otro lado, el monopolio de la violencia en el Estado tiene su origen en el pensamiento político de los últimos 200 años, en específico, en un bien intangible que se llama la soberanía de las naciones y que ha tenido un papel determinante para mantener el control social al interior de un país y para defenderse de cualquier fuerza ajena al Estado, interna o externa, en aras de mantener la seguridad nacional.

En esa lógica, los operadores del Estado repiten mecánicamente frases como “nadie por encima de la ley”, “la ley es dura, pero es la ley” o “la violencia legítima del Estado”, con esta retahíla dogmática pretenden explicar la teoría del deber ser. Sin embargo, la realidad es como un río caudaloso que no atiende más que a sus propias reglas. En resumen, la realidad supera a la ficción de las formalidades jurídicas.

Dos responsabilidades fundamentales del estado son brindar seguridad a los ciudadanos y castigar a aquellos que llevan a cabo actos criminales; en la medida en que los estados fallan en estas tareas pierden legitimidad (Donnelly,2006).

Cuando el Estado deja de cumplir con las atribuciones que la sociedad le ha conferido, entre ellas la del uso de la fuerza, principalmente en el combate a la inseguridad, la población comienza a adoptar acciones en defensa propia. En conjunto, las expresiones de violencia colectiva o linchamientos ilustran la falta de capacidades del Estado, para mantener el monopolio legítimo del uso de la fuerza y el control sobre el territorio, garantizando la aplicación de la ley y la seguridad de la población, funciones primordiales no cumplidas, que son síntomas de una crisis de autoridad e institucionalidad.

Los linchamientos, en su gran mayoría, buscan como fin último expresado por sus protagonistas directos, la atención y solución al problema de la inseguridad ciudadana, aunque en realidad constituyan actos de desprecio y descalificación hacia las autoridades y la vigencia del Estado de Derecho.

Bajo ningún supuesto es posible legitimar la violencia ejercida de este modo, ni asumirla como forma de protección personal y colectiva. Los linchamientos son actos ilícitos, que debilitan las instituciones democráticas, violentan derechos humanos y más que constituir una forma de justicia, contribuyen a debilitar o imposibilitar el acceso a la misma.

Al ser actos contrarios a las normas, las autoridades deberían actuar para prevenir e investigar diligentemente los casos que se presenten, aplicando las consecuencias que en derecho procedan a los responsables de los mismos.

La falta de seguimiento a casos de linchamiento por parte de las autoridades de los tres niveles de gobierno, resulta ser otro factor determinante en la atención y erradicación del fenómeno, pues en el mejor de los casos, las autoridades responsables reportan la apertura de una carpeta de investigación y, en contadas ocasiones, se reportan detenidos, se investiga o se da seguimiento al caso, según el impacto mediático que tuvo el linchamiento.

Los linchamientos no pueden ser vistos como acciones legítimas y mucho menos una vía para alcanzar la verdad y la justicia. Es preciso que los casos que se presentan se registren, se investiguen y sancionen.

 

  • El autor del Artículo de Opinión, es actualmente magistrado del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) en Morelos.

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