Por Miguel Ángel Alarcón Urbán 

Amanecía cuando nuestras fuerzas se hallaban en la cúspide de una de las Tetillas, hermosas prominencias del terreno, casi iguales, que, vistas desde lejos, semejan perfectamente voluptuosos senos de mujer, y desde cuya cúspide, por donde pasa el camino de Cuernavaca a Yautepec, se domina todo el plan de Amilpas, sin que nada obstruya la vista.

A nuestros pies la vía del Interoceánico en constante serpenteo, con sus dos de acero relucientes, que parece ciñen las montañas; un poco más haya semioculto en un bosque de naranjos, de entre cuyas cumbres verdosas destacan las puntas de las dos torrecillas de la iglesia parroquial, se encuentra Yautepec; aquí y allá, rompiendo de cuando en cuando la interminable alfombra esmeralda de los ricos cañaverales, ora los pequeños bosques de los seculares árboles de Yautepec y Cocoyoc, ora el casco de las haciendas de Atlihuayán, el Hospital, San Carlos, Calderón y Casasano, cuyas enormes chimeneas que parece que tocan la clámide azulada de aquel cielo hermoso, vomitan constantemente el humo de sus hornazas.

Empezamos a descender lentamente del cerro, sin perder la vista para nada a Yautepec, que parecía aún entregado a las placideces de un sueño sin inquietudes ni temores.

Destacamos una avanzada compuesta de veinticinco hombres, distanciados varios metros unos de otros, cuando vimos que de las goteras del pueblo se desprendía un grupo de hombres que venía a nuestro encuentro. No tardó mucho en ponerse en contacto con nuestra avanzada, portando una bandera blanca, que indicaba “parlamento”.

Era Lucio Moreno con su estado mayor, que venía a conferenciar con Tetepa para ponerse de acuerdo en la forma que tenía que ser atacada la plaza, y después de celebrar una especie de consejo de guerra, en la que tomaron parte todos los cabecillas ahí presentes, se determinó que el efectivo de las fuerzas que ascendían a más de seiscientos hombres, se dividieran en tres columnas de ciento cincuenta cada una, al mando de Tepepa, Juan Sánchez y Lucio Moreno, quedaron disponibles más de ciento cincuenta hombres, al mando de Juan Capistrán, listos para dar auxilio al que más lo necesitara en el momento del combate.

El ataque seria simultaneo por tres distintos rumbos de la población, y la señal para empezar sería el estallido de una bomba de dinamita lanzada por uno de los dinamiteros de Moreno.

Yautepec estaba defendido por doscientos rurales del Estado, que se habían posesionado de las torres de la iglesia y de las azoteas de los edificios más altos, dispuestos a defender la plaza a toda costa.

Como se había convenido, las tres columnas se acercaron a la ciudad por tres rumbos distintos; una de ellas, la de Tetepa, pie a tierra, en línea de tiradores, fue la primera en avanzar cuidadosamente, esperando la señal para romper el fuego. Eran las seis de la mañana cuando oímos que el clarín de los rurales tocaba “enemigo al frente” y pocos momentos después éstos rompieron el fuego sobre la columna de Tetepa, que ya estaba en las calles de Yautepec. A la cerrada descarga que sobre nosotros hicieron los rurales, los dinamiteros de Moreno contestaron, haciendo explotar una bomba, a cuya señal nuestra gente se lanzó con verdadero denuedo.

Todos los vecinos cerraron sus puertas; algunos de ellos desde las azoteas de sus casas nos hacían fuego.
El espacio era atronado por una nutrida fusilería, destacándose con mucha frecuencia el estampido de las bombas de dinamita, que todos nuestros dinamiteros, subidos en los postes, lanzaban hacia las casas y hacia los lugares de donde salían las balas. A que ruido ensordecedor de bombas y fusilería, lo coreaba la gritería de nuestra gente, que enardecía más y más a medida que las balas enemigas destrozaban nuestras filas.

¡Viva Tepepaaaa!
¡Adentro los de Juan Sanchéz!
¡Los de Moreno no corren!
¡Adentro, muchachos!
¡Éntrenle, pelones!
¡Bájense de las torres si son hombres!
¡Viva Madero ¡Viva la revolución! ¡Abajo el mal gobierno!
Y cada uno de aquellos gritos, acompañado de blasfemias e insolencias, daba a nuestros hombres el terrible aspecto de una legión diabólica que, empeñada en una obra de desolación y de muerte, en tremendo oleaje humano se arrojaba en medio de una lluvia de balas, a la reconquista de los derechos perdidos.
Nuestros hombres caían acribillados por las balas gobiernistas; pero cada edificio por donde se nos hacía fuego, era incendiado y volado con dinamita, a cuyo estrepito se cimbraba la tierra, como si se hubiera querido abrirse para sepultarnos en sus entrañas.

Nuestra gente, encolerizada, iba sembrando el terror, derribando muros, incendiando puertas y en una palabra, convirtiendo en escombros y cenizas todo lo que a su paso encontraba.

Nuestras columnas, cada vez más numerosas, avanzaban lentamente sobre el centro de la población, destruyendo obstáculos, horadando casas, tomando alturas, sin dejar de tirar sobre las fuerzas enemigas cuyo fuego iba siendo cada vez más débil, a medida que el de nuestros hombres arreciaba momento a momento.

De las azoteas de la casa del Doctor Antonio Falcón Roldán se nos estuvo haciendo fuego certero todo el tiempo del combate, lo cual no pudo pasar inadvertido para Lucio Moreno, que personalmente y seguido de veinte de sus más arrojados muchachos, se hecho resueltamente al asalto de la casa, llamando lleno de coraje, queriendo derribar puertas a puñetazos. Alguno de los muchachos grito trágicamente:
Meteremos dinamita.
Y en aquellos supremos instantes en que iba a estallar el terrible explosivo, instantes la macabra alegría para los rebeldes, que iban a ver satisfechas sus venganzas y de suprema angustia para la familia, está compuesta en su mayor parte de mujeres con la ropa en desorden y el terror reflejado en sus semblantes, logro evadirse saltando las tapias interiores de una casa contigua.

La dinamita en aquellos momentos  acababa de dejar paso franco a los hombres de Lucio Moreno, seguidos por una multitud de vecinos del mismo pueblo de la clase baja, se entregaron al saqueo.

Lucio Moreno apoderóse de la caja fuerte del Doctor la que extrajo más de diez mil pesos, y cuando aquella multitud enfurecida estuvo ahita de cuanto de más valor halló, entregóse a la destrucción por medio del incendio: muebles, espejos, alfombras, colgaduras, fue consumido en poco tiempo por el fuego, quedando solo unos muros humeados, amenazando desplomarse, como único recuerdo de lo que fue en un día la fastuosa mansión del Doctor Falcón Roldán.

También quedaron reducidas a escombros humeantes la casa del rico don Francisco Negrete, la estación del Ferrocarril Interoceánico, el Palacio Municipal, la cárcel y otras muchas casas, de ricos en su mayor parte.

Algunos rurales que se defendieron heroicamente hasta quemar su último cartucho, antes de caer en nuestro poder inutilizaron sus armas y como verdaderos héroes, esperaron la muerte que les dieron los nuestros, fusilándolos en medio de la plaza.
Al día siguiente cuando trazaba estas líneas en mi libro de memorias, tuve noticias de que la familia del Doctor Falcón Roldan, en compañía de muchas otras, atravesando las huertas y saltando tecorrales, había logrado internarse en los campos de caña donde había permanecido oculta durante el día y la noche, emprendiendo después la marcha para Cuautla, huyendo de aquel triste lugar en donde la muerte había dejado infinidad de hogares desamparados.

El doctor Falcón, por un lado muy opuesto, acompañado del jefe de estación, disfrazados ambos de indios, después de penosa jornada llegaron a Ticumán, donde abordaron el ferrocarril interoceánico y viéndose obligados a travesar la zona peligrosa, metidos en grandes huacales, en calidad de aves de corral, cuando se vio en lugar seguro el doctor, paso al carro de primera, donde se encontró a su familia, que viajaba hecha un mar de lágrimas creyendo que había muerto a manos de los alzados. Al verse se desarrolló una escena tan enternecedora, que conmovió a los demás pasajeros.

Abandonamos Yautepec después de levantar a nuestros muertos, que incineramos a la salida, y como no disponíamos de elementos para curar a los heridos, Tepepa ordeno que aquellos que no pudieran seguirnos por la gravedad de sus heridas, se les acabara de matar a punta de machete o a balazos. Tepepa consideraba este procedimiento como un acto de piedad y ejecutando casi siempre por su propia mano esta cruel determinación, pronunciaba las consoladoras palabras “pa que dejes de padecer, vales.”

Fuente: Libro los crímenes del zapatismo de Antonio Damaso Melgarejo.
Capitulo XVI, pag.50. fotografías archivo Miguel Ángel Alarcón Urbán, Lilián Casariego Casariego y Gustavo Garibay López.

Por Génesis

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