Por Verónica Martínez Vielma 

Para generar formas de relación libres de violencia es fundamental reconocerla y asumir la responsabilidad que nos corresponde en su reproducción.

La violencia se manifiesta en nuestra vida cotidiana de muy diversas maneras, tantas que nos hemos vuelto insensibles para captarlas, asumiendo como “normales” las muchas formas en que somos violentados, y violentamos a quienes nos rodean.

Pero también se hacen grandes esfuerzos para desarrollar acciones ante las diversas manifestaciones de violencia, sin que como ciudadanas y ciudadanos logremos sentir que nuestras familias están seguras y protegidas y sin que podamos abandonar esa sensación entre inquietud y miedo que acompaña a una parte importante de la población.

La realidad es que, a pesar de los incrementos en la inversión pública y personal para procurarnos mayor protección, no logramos sentirnos seguros. Y nos hemos acostumbrado a esa sensación a tal grado que nos parece normal.

La violencia en nuestra cultura es algo estructural, es producto de la inequidad, la exclusión, el individualismo, la competencia, la parcialización del ser humano y la apropiación; es el resultado de las necesidades no resueltas, el modelaje que transmitimos en lo individual y como sociedad, y el nivel de estrés al que estamos expuestos.

Para estar en condiciones de revertir ese impacto y de sentar las bases para generar formas de relación libres de violencia, es fundamental reconocerla y asumir la responsabilidad que nos corresponde en su reproducción.

No basta con desarrollar acciones orientadas a modificar la conducta y a disminuir la violencia directa. Estas acciones, como la prohibición, la represión y el encarcelamiento, si bien pueden cambiar la situación inmediata, lo que generan a mediano plazo es un incremento de la presión, que lleva a elevar los índices de violencia y a manifestaciones cada vez más radicales y con mayores impactos.

Se trata, entonces, de generar cambios profundos de conciencia que nos orienten hacia un cambio cultural en la manera en la que concebimos la vida, un cambio que nos permita retomar el cuidado y la protección como formas básicas para manifestar nuestro interés por quienes nos rodean y por la naturaleza; un cambio que promueva relaciones cada vez más respetuosas, cada vez más colaborativas, cada vez más equitativas y cada vez más incluyentes; un cambio que, mucho más allá de la tolerancia, fomente la pertenencia sin condiciones y valore las diferencias para el enriquecimiento de los espacios comunes.

 

 

La autora del Artículo de Opinión es actualmente abogada y defensora de derechos humanos en Morelos.

 

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